viernes, 11 de mayo de 2018

CIV

CIV

Balada del pobre hombre


Existía alguna cosa para denominar en lo alto de esta sombría
masculinidad. Era tal vez un ciego escurrir
de sangre por los anillos y flores del cuerpo.
Sé únicamente que era la fuerza de la tristeza, o la fuerza
de la alegría de mi vida.

Herberto Helder



Tengo un vecino que…
Y está Fiódor M. Dostoyevski…
Empecemos.
Me maltrató, me orilló
me abandonó, es decir,
me daba lecciones.
Era la profesora del mundo.
Ella tampoco lo sabía,
por qué lo hacía.
Yo no cejaba, iba
a clase cada día,
de cada semana,
de cada mes,
dé cada año,
década tras década,
de mi vida.
Con el ramo de Prevert
o el de Krahe,
en la mano. Ella
no podía evitar
darme lecciones,
tal era su sabiduría.
Hasta que murió.
Me quedaron los apuntes
en el alma, en el corazón.
Los repasé.
Entonces,
justo unas semanas
antes, lo supe,
lo que yo era,
lo que yo siempre había sido.
Me miraba en el espejo,
resplandeciente en mi sabiduría.
Ya podía morir,
no podía saber más,
porque ya sabía quién era.
Yo era un perro.
Poder mirarse y conocerse.
Sé que hay gente que la vilipendió,
a la que di pena.
¡Tonterías!
¿Que no?
Disfruto mis últimos días,
gozoso de felicidad,
venerando su recuerdo.
Y yo,
soy un perro,
soy un perro.
Nunca fui más hombre.

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