CIV
Balada del
pobre hombre
Existía
alguna cosa para denominar en lo alto de esta sombría
masculinidad.
Era tal vez un ciego escurrir
de sangre
por los anillos y flores del cuerpo.
Sé
únicamente que era la fuerza de la tristeza, o la fuerza
de la
alegría de mi vida.
Herberto Helder
Tengo
un vecino que…
Y está Fiódor
M. Dostoyevski…
Empecemos.
Me
maltrató, me orilló
me
abandonó, es decir,
me daba
lecciones.
Era la
profesora del mundo.
Ella
tampoco lo sabía,
por qué
lo hacía.
Yo no
cejaba, iba
a clase
cada día,
de cada
semana,
de cada
mes,
dé cada
año,
década
tras década,
de mi vida.
Con el
ramo de Prevert
o el de
Krahe,
en la
mano. Ella
no
podía evitar
darme
lecciones,
tal era
su sabiduría.
Hasta
que murió.
Me
quedaron los apuntes
en el
alma, en el corazón.
Los
repasé.
Entonces,
justo
unas semanas
antes,
lo supe,
lo que
yo era,
lo que
yo siempre había sido.
Me
miraba en el espejo,
resplandeciente
en mi sabiduría.
Ya
podía morir,
no
podía saber más,
porque
ya sabía quién era.
Yo era
un perro.
Poder
mirarse y conocerse.
Sé que
hay gente que la vilipendió,
a la
que di pena.
¡Tonterías!
¿Que
no?
Disfruto
mis últimos días,
gozoso
de felicidad,
venerando
su recuerdo.
Y yo,
soy un
perro,
soy un
perro.
Nunca
fui más hombre.
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