LXVI
Mi vida
sigue otro ritmo. El semáforo está en rojo. Policías
El
semáforo está en rojo
y yo
apenas me he podido detener.
El
policía que todos llevamos dentro
me ha
mirado fijamente, eso es algo
que
sólo las almas cándidas no saben hacer bien,
después
afiladamente,
después
se ha desentendido
y ha
seguido con las otras cosas de la vida.
-Señor
policía discúlpeme,
pero mi
vida sigue otro ritmo,
estaba
en otro sitio.
Y de ninguna
manera
quiero
que piense que deseaba atropellarle,
que
deseaba pasar con mi corazón
por
encima de usted,
destriparlo
y escuchar el último pitido
de sus
intenciones
como si
fueran las trompetas del juicio final
o como
si con las ondas sonoras se le fuese el alma,
todo
tan mítico, trágico, típico.
El
último silbido de su pito.
Ni por
supuesto ver sus tripas reptando
fuera
de usted en el riachuelo rojo
que se
lleva todo lo que usted era.
De ninguna
manera, señor policía.
Es que
mi vida sigue otro ritmo.
Soy
ajeno a los párquines,
los híperes,
los drugstores,
los hípores,
la
coca-cola, odio tener que mencionarla,
y los
congelados que nos dejan helados.
Me
agrada más en los cruces
ver a
la amabilidad dirigiendo
el
tráfico de los deseos.
Usted
no deja de ser un espanta pájaros, señor policía.
Sea
amable, señor policía,
acérquese
a mi ventanilla
y
después de saludarme
dígame
amablemente, siga, señor, siga.
O
mejor, sigue, muchacho, sigue.
Dígamelo,
señor policía.
No deje
que ese palitroque
se
ponga verde y me diga
que he
de hacer.
De
verdad, le digo, señor policía
que mi
vida sigue otro ritmo
y el
color negro no es un color
que ese
poste sifilítico me pueda explicar.
Su
corazón latiendo en el último grito
pondría
color a la tarde. Nadie reía,
pero al
menos con sus miradas
dibujaban
un perfil sobre mí
que cobijaba algo indefinible que ellos
no
alcanzaban a palpar.
El
semáforo no podía hacer más,
verde, ámbar,
rojo.
Ámbar
rojo, verde.
Y al
fin rojo, verde, ámbar.
Rojo,
verde, ámbar hasta el final.