LVI
La miopía
del adolescente
A Robert Loweell
Tiene
tres dioptrías y media.
Y le
encasquetaron un artilugio,
cabalgando
su nariz.
Debe
llevarlo siempre.
Pedí
unas gafas,
como
todo el mundo.
Será lo
mismo, oyó.
Compungido
los siguientes días
intento
gobernar aquello.
Lo
primero. La voz de su padre,
en otro
rostro.
Después,
uno a uno,
todos los
“sus” fueron convirtiéndose en “los”, “las”.
Lo que
más le dolió:
Verla a
ella.
¿Quién
era ahora?
Era una
“la”. ¿Cómo abrazarla?
Besarla.
Mirarla.
Sólo si
se volvía de espaldas
era su
“su”.
Aprovecho
una mañana,
asomado
a la ventana.
El
artilugio resbalando por su húmeda nariz.
El
pequeño estruendo, allí abajo.
Y otra
vez su mundo presente.
Poder
dibujar de nuevo
en la
neblina
los
contornos de su gente.
Su
padre, su madre,
su
hermano,
sus
amigos,
sin
precisión, sin claridad.
Y poder
en la tarde
volver a ver su rostro,
a su
amada,
inconcreta,
imprecisa,
no
tener que darle la espalda
para
tener su presencia.
La
precisión de la realidad,
la
condena de la pereza.
En los
próximos días
afianzó
su decisión.
Lo
explicó:
Necesito
el humo en la ceguera
para
dibujaros.
Para
teneros.
Pero no
ves bien, dijeron.
No
veras nunca la realidad, insistieron.
Estaban
hablando, a la vez,
ahora
sí,
mi
padre, mi madre, mi hermano,
mis
amigos,
mi
amada,
en mi mundo.
impreciso,
inconcreto,
pleno
de posibilidades.