XLIV
Magia
Sucedió
una mañana.
Quizás
os riáis,
pero no
importa, reírse es bueno.
Era una
mañana de otoño,
(siempre
en poesía las mañanas
son
para el otoño o el verano,
la
tarde para la primavera o el invierno),
(la
noche para la prosa,
sea
cual sea la estación),
en que las hojas de todos los árboles
se
habían citado en el suelo para despedirse.
Salí a
la plaza en la que nace mi calle
y me
senté en un banco para estar un rato.
Necesitaba
magia,
bueno,
siempre la necesito,
pero
esa mañana más.
Ahí
estaba, esperando,
sentado
en un banco,
viendo
las hojas caer,
puntuales
a su cita.
Hacían
vientos.
Llegaban
desde todas las calles,
desembocaban
en la plaza,
se
ponían a cuchichear y se burlaban de las hojas.
Sucedió
que una,
cuando iba
derecha hacia su destino
cayó en
las garras
de la
comidilla de los vientos.
Durante
varios minutos, creedme,
la hoja
voló.
Fue de
aquí para allá
como
una gaviota verde,
se
quedó planeando aquí
como un
águila imperial
y se
enfiló hacia allá
como un
halcón cazador,
petulante
y confiada,
burlando
el suelo.
Ascendió
en picado hasta alturas
en que
una hoja nunca estuvo,
a punto
de estrellarse contra el cielo
para
después empujarse hacia los infiernos
y en el
último momento remontar el vuelo.
En
brazos de los vientos solidarios.
¿Cómo
acabará esto?
Me pregunté deslumbrado.
Y como
si me hubieran oído
la
llevaron,
la
izaron,
le
dieron tres vueltas de campana
y la
depositaron, allí,
en lo
alto de la fuente de la plaza,
sobre
la cabeza de un ilustre vecino del pueblo.
Siguieron
su cotilleo, llevando hojas al infierno,
en contorsiones imposibles crearon el vacio
perfecto alrededor de la suertuda hoja,
que
sola y escogida entre todas las hojas disfrutaba de su soledad, mágica y
salvada.
En su
pedestal. Adelantada a su tiempo.
Para mí
fue magia.
No me
di cuenta de lo sola que la dejé.