domingo, 17 de julio de 2016

XLIV



XLIV


Magia

Sucedió una mañana.
Quizás os riáis,
pero no importa, reírse es bueno.
Era una mañana de otoño,
(siempre en poesía las mañanas
son para el otoño o el verano,
la tarde para la primavera o el invierno),
(la noche para la prosa,
sea cual sea la estación),
 en que las hojas de todos los árboles
se habían citado en el suelo para despedirse.
Salí a la plaza en la que nace mi calle
y me senté en un banco para estar un rato.
Necesitaba magia,
bueno, siempre la necesito,
pero esa mañana más.
Ahí estaba, esperando,
sentado en un banco,
viendo las hojas caer,
puntuales a su cita.
Hacían vientos.
Llegaban desde  todas las calles,
desembocaban en la plaza,
se ponían a cuchichear y se burlaban de las hojas.
Sucedió que una,
cuando iba derecha hacia su destino
cayó en las garras
de la comidilla de los vientos.
Durante varios minutos, creedme,
la hoja voló.
Fue de aquí para allá
como una gaviota verde,
se quedó planeando aquí
como un águila imperial
y se enfiló hacia allá
como un halcón cazador,
petulante y confiada,
burlando el suelo.
Ascendió en picado hasta alturas
en que una hoja nunca estuvo,
a punto de estrellarse contra el cielo
para después empujarse hacia los infiernos
y en el último momento remontar el vuelo.
En brazos de los vientos solidarios.
¿Cómo acabará esto?
 Me pregunté deslumbrado.
Y como si me hubieran oído
la llevaron,
la izaron,
le dieron tres vueltas de campana
y la depositaron, allí,
en lo alto de la fuente de la plaza,
sobre la cabeza de un ilustre vecino del pueblo.
Siguieron su cotilleo, llevando hojas al infierno,
 en contorsiones imposibles crearon el vacio perfecto alrededor de la suertuda hoja,
que sola y escogida entre todas las hojas disfrutaba de su soledad, mágica y salvada.
En su pedestal. Adelantada a su tiempo.
Para mí fue magia.
No me di cuenta de lo sola que la dejé.

sábado, 2 de julio de 2016

XLIII




XLIII


A la puerta del bar
(En el quicio de los visillos)


Nadie les enseñó a beberse
un cuadro de Goya,
de Matisse o de Picasso.
Nadie los llevo a beber
 una sinfonía de Malher,
ni a oír a Falla y a Joaquín Rodrigo
arreglando un partido fallido
de la selección nacional de futbol,
mientras chiquiteaban.
Nadie los arrastró,
pues querían seguir jugando,
a tomarse su primer libro
en una de las muchas bibliotecas
que siembran nuestras calles.
Hay innumerables pueblos
que se disputan el honor
de tener más bibliotecas que ningún
otro pueblo de España.
Nadie les habló
tras la cortina de una habitación en penumbra
del hecho de que hacerle caso a los hombres
nunca fue garantía de nada,
ni les explicaron
que aquella de allí, la perdida, la golfa,
será desgraciada, estará sola, pero en el camino
de hacer con su coño un sayo.
Por eso ahora, a todas horas,
se les ve,
sentados a las puertas de los bares,
leyendo una cerveza,
escuchando un vino,
sedientos sin saber de qué,
o en los quicios de los visillos,
hablando, hablando,
para no tener que leer el silencio,
para no escucharlo,
para no tener que lamentarse,
sin saber bien de qué.
Pidámosles disculpas por eso,
por tanto abandono,
y a modo de ineluctable excusa,
mostrémosles
que para desgracia de todos,
sigue sucediendo,
no nos alegremos,
también hay jóvenes
en otras puertas, en otros quicios.
Parece como si no se pudiese hacer nada al respecto.